Teresa Wilms es la mujer más grande que ha producido la América. Perfecta de cara, perfecta de cuerpo, perfecta de elegancia, perfecta de educación, perfecta de inteligencia, perfecta de fuerza espiritual, perfecta de gracia.
Vicente Huidobro
Criaturas: si el dolor no fuera tan ilimitado como el infinito, yo habría roto sus límites.
Porque más allá de todo lo que la mente pueda imaginar, va mi alma inconsolable, encerrada en su mutismo de duelo.
Criaturas: las llamo, no con la voz que Dios ha dado al hombre para hablar a los que aman, las llamo con otra voz creada en el fondo de mi ser por la desolación inmensa de mi pena.
Vivo de vuestros recuerdos, criaturas; cubierto de lágrimas el corazón, lágrimas que fecundan mis bondades, como la lluvia a la tierra que da flores.
Criaturas: vuestros nombres son la llave de un tabernáculo sagrado ante el cual ofrendo mi alma en holocausto; son el secreto santo de mi vida, jamás lanzado a la profanación.
Si Dios existe, si no es farsa su justicia y su grandeza, él permitirá en él día de mi muerte que yo lleve sobre mis labios, redimidos por el inmenso dolor de haberlas perdido, la impresión dulcísima de vuestros castos besos; y en mi frente la frescura de vuestras manitas adoradas.
No tienes, alma, jardín. He pasado pálida de sufrimiento por entre tus flores, y ellas no tuvieron para mí una lágrima.
Continuaron erguidas, plenas de sol, flirteando con el aire; y las palmeras, en su actitud hierática, siguieron batiéndose como brazos lánguidos en momentos de amor.
El césped, donde rodaron mis desesperaciones, no perdió su calma de terciopelo.
No tienes, alma, jardín. Me has visto desmayar de dolor y tus pájaros entonaron el más alegre de sus gorjeos y unieron sus piquitos embriagados de pasión.
No tienes, alma, jardín…
Los dioses revestidos de sus túnicas olímpicas, han venido a visitarme. Todos conservan su majestad, todos menos el Amor, que se entretiene en hacer piruetas a la luz de la lámpara y en amenazar con sus flechas a una japonesa de papier maché, que marca una mancha oscura sobre el lecho.
El latido de las sombras es tan suave, como el aleteo de una mariposa ensoñada sobre la flor.
En la ciudad de los muertos había una quietud de mármol.
Las estatuas de las tumbas guardaban una calma sepulcral, recibiendo sobre sus espaldas el brillo de las estrellas como gotas de luz.
Nada turbaba el silencio.
Sobre el gancho de un ciprés, el ave negra de los funestos presagios, la cabeza bajo el ala, aguardaba el mensaje de los muertos a los vivos. Mis pasos lentos, resonaban en las tristes avenidas, como blasfemias ahogadas; pero mis manos estrechamente unidas en actitud de plegaria, parecían desprenderse de la tierra, como dos palomas enlazadas.
Caminaba, y en cada tumba lóbrega se detenía mi espíritu, espiando una señal de vida, un lamento, un sollozo…
Seguía la calma tétrica de hielo en el recinto de los que eternamente duermen, comido por la tierra el corazón.
Amanecía, y sólo restaba en el cielo, como un piadoso cirio, el lucero del alba.
Mi alma extática, plena de creencia, esperaba que rasgara el silencio la voz del sublime Maestro, y dijese: «Lázaro, levántate y anda».
El silencio ha estrangulado la noche, y yo estoy viviendo la verdadera vida.
¡Chut! La desdeñosa, envuelta en su intangible manto, atraviesa los espacios con cauteloso paso de gato maléfico.
Allá vas, ladrona de almas, Muerte traidora; yo te desafío… Vente a robar mi amor que duerme entregado a mí.
Lucha titánica sostendríamos; él es más fuerte que tú y te vencería.
Tú seguirás atravesando los espacios infinitos, pero con la decepción amarga de saber que hay algo que tienes que respetar, a pesar de tu imperial y absoluto poder.
Anuarí, mientras dormías y tu cuerpo tenía estatuaria quietud, yo he bebido el alma que me abandonabas confiado.
Te he sorbido por los labios, como la abeja la esencia de la flor.
Anuarí; tú solo, con tu belleza, con la luz que irradia bondadosa de todo tu mirar, alivias mi mal.
A la hora crepuscular he ido a mirarme al estanque, y éste ha devuelto mi imagen desde el fondo, con una quietud hierática de misterio.
Así debe reflejarse la imagen de la amada en las pupilas del amado muerto.
Quisiera no comprender nada, nacer de nuevo; que las diversas vidas del mundo penetrasen en mi espíritu, poco a poco, deleitándose al causarme sorpresas maravillosas.
El crepúsculo tiene la belleza de lo fugaz, que pasa llevándose girones de alma: idealismos puros, pensamientos truncos como obras de arte inconclusas.
Todos llevamos en el espíritu un crepúsculo y una aurora. Mi espíritu es más de la muerte, que de la vida; aspira más a dormir que a estar despierto; se inclina a la tierra donde encontrará su cama.
En la cuna de mis brazos, tibios aún de la vida de Ella, «la chiquita», se cobija ahora la helada forma de la separación.
El surco ardiente que dejó su cabecita en mi hombro, sirve de pozo para mis lágrimas, que tienen inagotable ansia de brotar.
Y esos zapatitos, reliquia tiernísima, que guardan la forma de sus pies de flor, son el cofre de mis besos, y ellos ¡ay! no tienen alma para devolver mis caricias.
Los vestidos que de ella guardo, son piadosos porque cuando los tiendo sobre la cama, me ayudan a evocar su cuerpito adorado.
Y el mechón de sus cabellos, que como un rayo de sol olvidado llevo colgando prisionero a mi cuello, me da la sensación de su tibieza de armiño.
¡Cuántas noches me ha sorprendido el alba estrechando entre mis brazos esos restos de una felicidad perdida!
¡Criatura!… ¡Criaturas! ¿En qué horrible desolación he quedado; en qué frío de páramo vive mi corazón?
Descorro la cortina del pasado y recuerdo…
Está enferma; está con fiebre y delira.
Su manito ardiente, abandonada sobre la mía, tiene la dulce confianza de un pájaro en su nido.
El cuerpecito dolorido sufre los temblores de una hoja al viento.
Nada quiere. Sus ojos azules, como dos milagros del cielo, miran lejos, olvidados del mundo exterior; están tal vez en el lecho de los zafiros, lugar donde nacieron.
He desparramado sobre su camita, todas mis ternuras, que la han cubierto con una tibieza de sollozo.
Ahora me mira, y su mirada de ensueño tiene la claridad celeste de la emoción.
Esos ojos poderosos elevan mi alma, desde el fondo de su amargura a la superficie de la vida; de la vida que no quiero, de la vida que desprecio.
«Aquí estoy, me dicen; vive para mí».
No escuché esa sublime exhortación, y perdí para siempre esos ojos que suavizaban mi alma, como el vendaje amortigua el ardor de la llaga.
Pasa la vida, mi vida trunca de fantoche pordiosero de amor; y ella, la criatura divina, arrancada de mis brazos por la garra feroz del destino, ignora mi dolor.
Ella también sufre sin saberlo, porque el duelo hace del más grande amor una sombra invisible y helada en su corazón.
Dos palabras, las más enormes que ha creado el lenguaje, podrían unirnos; pero nadie las pronunciará porque la indiferencia ha enmudecido los corazones. Ella y yo, separadas por el mundo y unidas por el sublime amor del alma, moriremos aguardando piedad.
Anuarí; te evoco dormido y te imagino dormido eterno.
Una sombra se esparce blandamente sobre mi alma, la divina sombra de tus pestañas, que formaban dos alas de aterciopelada mariposa sobre tus ojeras.
Sí, Anuarí. Una noche, la más feliz de mi vida, se durmió tu cabeza en mi hombro, y era tan íntima mi dulzura, que mi respiración se hizo una música para mecerte.
Te dormiste, criatura mía, después de haberme estrujado el cerebro y el corazón con tus labios ávidos de juventud, cómo una abeja lujuriosa de néctar y perfume.
Y esas sombras de tus pestañas, son las cortinas que me ocultan la luz del sol, y me llevan en vértigo confuso hacia tu grave País.
Una noche, la más feliz, la única de mi vida, se durmió tu cabeza en mi pecho, y allí encontró la delicia del sueño, y buscó la almohada eterna.
Anuarí. Hasta pronto. Desde aquí mis pensamientos irán a ofrecerse a ti cruzando los mares; desde aquí vigilaré tus restos con el más inmenso y fervoroso recuerdo.
Pronto nos encontraremos, amor mío.
Mi cabeza es un abismo de dolor donde mis pensamientos ruedan, sin detenerse, como ágiles piedras.
Trato de meditar y mis cogitaciones se ahogan y ruedan como cuentas oscuras en el despeñadero de la nada.
Sólo existe una verdad tan grande como el sol: la muerte.
Los poemas seleccionados pertenecen a Inquietudes sentimentales (1917), excepto los dos últimos, que son parte de Anaurí (1918).