Carta enviada el 9 de abril.
Pablo César Méndez.
Confusión de voces y sonidos, interminables pisadas, llamadas de espera, percusiones fragmentadas en un epicentro de claridad; el barullo de los viajeros invade expresiones taciturnas, tristes o felices. A donde mires centenares de transeúntes presos de su hora de partida y llegada, abordar el ave incendiando los cielos, y se verían en el vórtice de otra dimensión. Sentado entre la camaleónica multitud parte sin ilusiones, no es quien le espera, nadie le espera, al nacer de un nuevo año un espectro paseándose por las calles sin familiares a la vista. Algunos visitan el cementerio, el paga por desenterrar la nostalgia en un pueblo cercano.
Entre los viajeros un padre se aproxima desde la rampa de amplios cristales traslucidos al contraste del lustroso piso, entre los glaseados muros cada viajero desliza su reflejo. Inquietas pisadas invitan una ingrávida sonrisa y mirada, un saludo o despedida mientras sus fantasmales figuras se entrelazan como se diluye el agua sobre un espejo.
En sus pequeños tacones de charol, medias veladas rotas por sus manos, azulada minifalda, escote negro anunciado; la joven cambio sus osos de peluche por un libro que atesora pensamientos de la humanidad. Sus manos con manillas bordadas por bohemios corazones hace coloquial e ingenuo su gusto por la filosofía, y en su rizada boca se disipa la tristeza. Al fin lo ve. Sin contener la carrera por estrecharlo, ya le abraza, y entre la pasajera multitud el resplandor de los cielos no les ciega. Él sonríe para los labios de una niña-payaso, mece sus voluminosos rizos. Sus ojos irradian el eco de sus travesuras. Ella idealiza su estatura y ánimo aventurero. El estrecha su cabeza junto a su pecho. Preso de aquella iluminada mirada con sus cejas de cuervo y su mano abierta retiene el fugaz abrazo.
El muchacho-espectro camina ansioso deseando tocar el hombro de la joven, llamar al padre, palmotea sus manos sin ser oído, estampa el piso, habría gritado y se arroja hacia ellos para hallarse en un mutismo glacial, su pensamiento se desvanece, y en su agónica impotencia juraría la efusiva luz de la terminal se transluce entre su piel; olvidarían arrojar la lápida sobre el.
En ese momento los portales se abren y cierran al sonar de las rejas; todo se acalla, cada espíritu espera algo hasta que la muchacha-payaso despierta. Esposado en compañía de agentes apresan al padre. De vuelta por el traslucido sendero un cielo blanco y azul esmalta los vitrales, la cristalina corriente aligera las sombras y los gestos del padre. El libro de la sabiduría rueda al suelo con el golpe de una piedra arrojada al pozo. Con sus grandes ojos temblando al luminoso fuego la brisa se adormeció entre sus rizos, las voces se desvanecieron junto a la helada luz de un invisible espejo congelando la quietud del silencio: Hecha está la fotografía de un álbum con la que unos niños juegan.
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