Carta enviada el 22 de abril.
por Arlenne Vatter
Las certezas me llenan de dudas últimamente.
Le vengo dando vueltas a este asunto desde hace días.
La última de ellas me descolocó: en aproximadamente cinco mil millones de años el mundo se acabará.
No serán las guerras, ni el cambio climático, ni las máquinas inteligentes, ni la llegada de algún mesías, ni tampoco los malditos extraterrestres.
Será el sol, que de un día para otro dejará de brillar.
Se volverá una gigante roja, como la guata envenenada del Turco Felipe con su cirrosis, y luego una fría enana blanca, silenciada dentro de un puño, sin nada más que decir, hasta volverse polvo entre los dedos de lo que alguna vez fue.
Llegado ese momento, yo ya no estaré presente.
Ni el Turco Felipe.
Ni tampoco nadie más.
Lo cual, en cierta forma, debería ayudarme a manejar mejor mi ansiedad. Supongo.
Pero es que, pucha, el tiempo es tan relativo: si ayer era una flecha en línea recta; hoy es un tren bala dirigido a toda velocidad hacia el futuro.
Y yo... yo no puedo quitarme de la cabeza la idea de que nada es para siempre, de que incluso el sol no es más que un pestañeo en la inmensidad del universo, como un fin de semana largo por Semana Santa que se extingue como la vida de un Papa, silencioso, casi sin darnos cuenta, para luego regresarnos a la eternidad de un lunes cualquiera.
Arlenne Vatter
Antes que el mundo se acabe, se extinguirá la raza humana. Básicamente, porque los humanos dejarán de reproducirse por una infinidad de motivos. El sexo será solo uno de los placeres más, sin intención de procrear. Y cuando ésto suceda, el mundo florecerá, ya que nosotros necesitamos de plantas, animales y minerales para subsistir, pero ni las planta, animales y minerales necesitan de nosotros para vivir o existir.