Señor director:
No se imagina usted cuánto me debo a mis personajes. Han sido ellos quienes me han pedido que escriba esta carta. Esos habitantes invisibles, que desde algún rincón de un mundo desconocido tocan mi puerta y me usan como un puente entre su realidad y la mía. Me buscan. Me hablan. Y yo los escucho, con la misma paciencia de quien escucha a un viejo amigo que vuelve de un largo viaje.
Me cuentan sus historias, sus dilemas, sus sueños y sus verdades a medias. Me hablan de lo que han vivido y de lo que prefieren no recordar. Me piden que narre lo que les duele, lo que los define, pero también lo que prefieren que omita, porque incluso los personajes, en su mundo ficticio, tienen sus secretos. A veces, se presentan de golpe, casi sin aviso, y me entregan sus vidas enteras, cuéntalo todo, me dicen, y yo escribo. Pero también hay otros que se acercan con cuidado, tímidos, como si temieran que no los vaya a entender. Y yo los acompaño, los recibo, me empapo de sus mundos hasta que dejan de ser solo personajes y se vuelven cercanos, casi amigos. Cuántas noches he llorado y reído con sus historias. Pero no me pertenecen. Son suyos, no míos. Tienen su pasado, su presente y su futuro, y yo solo me siento frente al teclado y hago lo que me toca: darles forma.
Pero qué sería yo sin ellos. Qué vacío estaría el espacio de la página sin esas vidas que me buscan para cobrar existencia.
Arlenne Vatter